Vanquish
18/07/2015, 22:50
Estás en la arena. Tranquilita. Leyendo un libro y, de vez en cuando, levantando la vista al mar mientras piensas que qué bien se está de vacaciones, que qué suerte tienes al haber encontrado esta playa inmensa, kilométrica, en la que el espécimen humano más cercano se encuentra a cincuenta metros de los límites de tu toalla.
¡Qué envidia te tendrán todos cuando cuelgues las fotos en Instagram, y en Twitter, y en Facebook y en el grupo de Whatsapp!
Mientras te regodeas en tu suerte, los ves por el rabillo del ojo. Y piensas, no, venga, no, no me jodas. No puede ser.
Pero sí. Es.
No falla.
La familia Tururú se aproxima. Los abuelos Tururú, con sus hijos e hijas, cuñados y yernos y nueras, nietos y nietas y, ya que estamos, también un par de amiguitos, no se vayan a aburrir los nenes. Cuentas trece personas con sus trece toallas. Diez sillas. Tres neveras portátiles. Tres, también, mesas plegables. Dos sombrillas. Una carpa. Y bolsas, muchas bolsas. Tienes miedo de lo que pueda salir de ellas.
Y, en esa inmensa extensión vacía que es la playa, en esos cientos de metros de arena solitaria, los Tururú deciden que van a instalarse justo a tu lado. Chim pum. El epicentro de su campo de operaciones está a veinte metros de ti, pero mientras van desplegando todo su arsenal, la fuerza gravitatoria se dirige peligrosamente hacia el borde de tu toalla.
Los Tururú se concentran primero en dos frentes: un grupo abre dos sillas para los abuelos junto a la orilla, mientras el otro despliega una carpa verdiblanca con más metros cuadrados que su apartamento de la playa. Después, y con una coreografía que podría ganar una medalla de oro (si el montado-de-campamento-en-la-playa fuera deporte olímpico) van colocando mesas, neveras, sillas, toallas, sombrillas y bolsas.
¿Dónde está el camión de la mudanza?, te preguntas, mientras que de las bolsas y las neveras va saliendo tuppers y tuppers de comida y latas de bebida y platos y vasos y copas y servilletas y bolsas de hielo y botellas de sustancias alcóholicas y pan y bolsas de patatas fritas y varios objetos aparentemente comestibles pero que no podrías adivinar qué son. Material suficiente, en fin para alimentar a media playa. Aunque todo acabará en los trece estómagos, e intestinos grueso y delgado de la familia Tururú.
Embotados ya tus sentidos del olfato y de la vista, el oído se retuerce al escuchar el click de un Mp3 conectándose a unos altavoces portátiles. ¡Bulería, bulería!
Tu cerebro decide entonces que no puede discernir el mundo con normalidad y que, antes de perder el control y empezar a retorcerse como la niña del exorcista, mejor pasar calor en casa.
-¿Pero, ya se va?, te preguntan los Tururú. Tú bajas la cabeza porque si les miras no sabes si te va a entrar la risa o un ataque de llanto.
–Sí, sí, ya me voy, es queeeee, tengo cosas que hacer, mientes.
– Vaya, te contestan, si se va a quedar la tarde perfecta. En cuanto empiece a subir la marea –porque los Telerín se han descargado una app que les indica la pleamar y la bajamar y sus estadios intermedios- se va a levantar un poco de poniente y verás lo fresquito que se está en la orilla.
Sí, son encantadores, la verdad. Pero.... ¿por qué todo el mundo amontona en un sitio si hay playa y mar suficiente? ¿De dónde les viene ese extraño síndrome del arrejuntamiento playero?
¡Qué envidia te tendrán todos cuando cuelgues las fotos en Instagram, y en Twitter, y en Facebook y en el grupo de Whatsapp!
Mientras te regodeas en tu suerte, los ves por el rabillo del ojo. Y piensas, no, venga, no, no me jodas. No puede ser.
Pero sí. Es.
No falla.
La familia Tururú se aproxima. Los abuelos Tururú, con sus hijos e hijas, cuñados y yernos y nueras, nietos y nietas y, ya que estamos, también un par de amiguitos, no se vayan a aburrir los nenes. Cuentas trece personas con sus trece toallas. Diez sillas. Tres neveras portátiles. Tres, también, mesas plegables. Dos sombrillas. Una carpa. Y bolsas, muchas bolsas. Tienes miedo de lo que pueda salir de ellas.
Y, en esa inmensa extensión vacía que es la playa, en esos cientos de metros de arena solitaria, los Tururú deciden que van a instalarse justo a tu lado. Chim pum. El epicentro de su campo de operaciones está a veinte metros de ti, pero mientras van desplegando todo su arsenal, la fuerza gravitatoria se dirige peligrosamente hacia el borde de tu toalla.
Los Tururú se concentran primero en dos frentes: un grupo abre dos sillas para los abuelos junto a la orilla, mientras el otro despliega una carpa verdiblanca con más metros cuadrados que su apartamento de la playa. Después, y con una coreografía que podría ganar una medalla de oro (si el montado-de-campamento-en-la-playa fuera deporte olímpico) van colocando mesas, neveras, sillas, toallas, sombrillas y bolsas.
¿Dónde está el camión de la mudanza?, te preguntas, mientras que de las bolsas y las neveras va saliendo tuppers y tuppers de comida y latas de bebida y platos y vasos y copas y servilletas y bolsas de hielo y botellas de sustancias alcóholicas y pan y bolsas de patatas fritas y varios objetos aparentemente comestibles pero que no podrías adivinar qué son. Material suficiente, en fin para alimentar a media playa. Aunque todo acabará en los trece estómagos, e intestinos grueso y delgado de la familia Tururú.
Embotados ya tus sentidos del olfato y de la vista, el oído se retuerce al escuchar el click de un Mp3 conectándose a unos altavoces portátiles. ¡Bulería, bulería!
Tu cerebro decide entonces que no puede discernir el mundo con normalidad y que, antes de perder el control y empezar a retorcerse como la niña del exorcista, mejor pasar calor en casa.
-¿Pero, ya se va?, te preguntan los Tururú. Tú bajas la cabeza porque si les miras no sabes si te va a entrar la risa o un ataque de llanto.
–Sí, sí, ya me voy, es queeeee, tengo cosas que hacer, mientes.
– Vaya, te contestan, si se va a quedar la tarde perfecta. En cuanto empiece a subir la marea –porque los Telerín se han descargado una app que les indica la pleamar y la bajamar y sus estadios intermedios- se va a levantar un poco de poniente y verás lo fresquito que se está en la orilla.
Sí, son encantadores, la verdad. Pero.... ¿por qué todo el mundo amontona en un sitio si hay playa y mar suficiente? ¿De dónde les viene ese extraño síndrome del arrejuntamiento playero?