Buena anécdota en todos los aspectos.
Os cuento yo una de índole familiar. No recuerdo el motivo de la comida pero fue en casa de una de mis hermanas y estaríamos unas veinte personas (es lo que tienen las familias numerosas del baby-boom, como la mía). El caso fue que una de mis sobrinas se trajo al novio para presentarlo al clan y hasta ahí todo bien. Llegó la hora de sentarse a la mesa y el mozo, que estaba bien formado en el gimnasio, supongo que intentó impresionarnos, en el buen sentido, con los bíceps, tríceps y todo lo que hay por ahí, así que lucíó una ma-ra-vi-llo-sa camiseta blanca de tirantes. Obviamente a un miembro nuevo de la familia se le trata con cariño, y aunque no fuera para nada adecuado, no pasamos de mirarnos entre algunos de nosotros y soltar una sonrisilla (bendita juventud, cuánto hay que aprender).
El caso es que lo sentaron enfrente de mí, el tío que menos diferencia de edad tenía con los sobris y que es más moderno y tal y tal para que tuviera una conversación menos cortante, pero la cosa no tardó en empezar a torcerse. Cada vez que alargaba el brazo para coger una botella o servirse de alguna fuente, una frondosa mata de pelo negro asomaba bajo el sobaco (podría utilizar la palabra axila, que huele menos, pero es que me niego) cuya visión estaba haciendo que se me revolvieran las tripas en vez de disfrutar del apetitoso condumio. Aguanté lo que pude, y en uno de esos momentos en que la peña se levanta a cambiar vajilla usada, aproveché para decirle al oído a mi sobrina que le daba la enhorabuena por tener un novio tan macizo pero que hiciera el favor de ponerse la camisa. No llegó a abrochársela, pero algo es algo, y además veinte años después puedo decir que lo aprendió a la primera y nunca más confundió la mesa con el gimnasio.